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LA BODA DE UN ÁBACO CONVERGENTE CON UNA VARIABLE INDEPENDIENTE

Leyenda antigua de autor desconocido

Asomaba el sol por el eje de las X cuando los numéricos habitantes de las matemáticas Superiores se disponían a asistir a la boda entre un ábaco convergente y la variable independiente y finita. La novia se llamaba Fi-fi. Era el padre de Fi-fi un ilustre parámetro posicional, jefe del partido de los incrementos, finitos, y su madre había sido mantisa en las tablas logarítmicas, pero tuvo que dejarlo debido a una hipótesis repentina que degeneró en tesis y estuvo a punto de anularla. 
El día de la boda salió el cortejo encabezado por un hiperboloide; los novios, en una magnífica fracción, tirada por cuatro cilindros de revolución. Detrás  iba el complejo formado por logaritmos e incógnitas auxiliares entre el bullicio de la música que interpretaban las clásicas integrales. Mientras tanto, y aprovechando este bullicio, algunos de los puntos irregulares se entretenían lanzando tangentes a las curvas de los concurrentes.
Entraban los contrayentes en el templo, que era una magnífica sala troncocónica adornada por conos oscilantes e iluminada con parábolas. Oficiaba la ceremonia un severo segmento rectilíneo ayudado por dos infinitésimos.
Todo hubiera transcurrido con normalidad a no ser por un positivo y un negativo que dadas las circunstancias fueron difíciles de despejar. Terminada la ceremonia, entró el juez con la regla de Ruffini bajo el brazo y como primera precaución mandó encerrar al novio entre corchetes. Luego, cogiendo a Fi-fi por el punto de inflexión, se la llevó a la sombra de un vector, cerca de una rama de parábola convexa, donde se dedicó a la dulce tarea de derivarla, ante el creciente asombro de los elementos de los parámetros. Mientras tanto, Fi-Fi, con los senos despejados y desarrollados, en combinación, bajadas las medias proporcionales y con las hipérbolas abiertas hasta el infinito, veía con horror cómo el juez sacaba su factor común, que iba tomando valores proporcionales crecientes y se lo iba permutando con repetición.
Alarmados los concurrentes por la anormal transformación cogieron al juez entre paréntesis y lo elevaron a la enésima potencia, lanzándolo por la pendiente del eje X al infinito.
Allí quedó Fi-Fi, que se hallaba al borde de la ecuación con los miembros diferenciados y la matriz cuadrada. El novio, por su parte, fue un ser despejado que anduvo errante de raíz en raíz, en casas de mantisas, de radical en radical, hasta que abrumado por la congoja ingresó en la austerísima orden de los neperianos, donde se dedicó a resolver series hasta que convergió.

Cuento 1

COMO UN ESCOLAR SENCILLO

Senel Paz

Un día recibí una carta de la abuela. La iba leyendo por el pasillo tan entretenido, riéndome de sus cosas, que pasé por mi aula, seguí de largo y entré a la siguiente, donde estaban nada menos que en la clase de Español. Sin levantar la vista del papel fui hasta donde estaría mi puesto y por poco me siento encima de otro. El aula completa se rió. Arnaldo también se rió cuando se lo conté, se rió muchísimo. Nunca se había divertido tanto con algo que me sucediera a mí, y me sentí feliz. Pero no es verdad que eso pasó. Lo inventé para contárselo a él, porque a él siempre le ocurren cosas extraordinarias y a mí nunca me pasa nada. A mí no me gusta como soy. Quisiera ser de otra manera. Sí, porque en la secundaria, en la escuela al campo, a mí nadie me llama cuando forman grupo, cuando se reúnen en el patio, ni nadie me dice que me apure para ir a comer conmigo. Cómo me hubiera gustado que aquella vez, en la clase de Biología, cuando le pusieron un cigarro en la boca a Mamerto, el esqueleto, y nos dejaron de castigo, la profesora no hubiera dicho que yo sí me podía ir porque estaba segura de que yo sí que no había sido. Cómo la odié mientras pasaba por delante de todos con la aureola dorada en la cabeza. Cómo me hubiera gustado haber sido yo, yo mismo. Pero qué va, yo no fui. Y de mí no se enamoró ninguna muchacha. Sobre todo no se enamoró Elena. Y otra cosa mía es que yo todo se lo pregunto a mi menudo. Lo tomo del bolsillo, sin mirarlo, y voy contando los escudos y las estrellas que caen bocarriba. Las estrellas son los sí, a mí las estrellas me gustan más que los escudos. Y un día al llegar a la carretera me dije que si antes de contar doscientos pasos pasaban cinco carros azules, enamoraba a Elena; y si de la mata de coco al flamboyán había noventa y seis pasos, la enamoraba; y si el menudo me decía que sí dos veces seguidas, la enamoraba. Pero no la enamoré. No pude. No me salió. No se me movían las piernas aquella vez para ir del banco donde estaba yo al banco donde estaba ella, tomándose un helado. Y estoy seguro de que si Elena me hubiera querido, si hubiéramos sido aunque sea un poquito novios, habría dejado de ser como soy. Hubiera sido como Raúl o Héctor. Elena tan linda, con esa risa suya, con esa forma que tiene de llegar, de ponerse de pie, de aparecer, de estar de espaldas cuando la llaman y volverse. Lo que hice fue escribirle una carta, dios mío qué vergüenza, y a pesar de que le advertí lo secretos que eran mis sentimientos, que si no le interesaban que no se lo dijera a nadie, no se ofendiera, al otro día, cuando entré a la secundaria, los de mi aula, que como siempre estaban bajo los almendros, comenzaron a cantar que Pedrito estaba enamorado, Pedrito estaba enamorado, de quién, de quién sería. ¿Sería de Elena? De Elena era. Daría dos años de mi vida porque esto no hubiera sucedido. Las muchachas admiraban a los demás porque se reían, conversaban, fumaban, les quedaba tan bien el pelo en la frente y las llevaban a la heladería, al cine, al parque, se les insinuaban, les tomaban las manos aunque dijeran que no, les miraban los escotes, jugaban fútbol y pelota, se habían fajado alguna vez. Al contemplarlos, los veía alegres y despreocupados, divertidos. Me cambiaría por cualquiera de ellos, menos por Rafael, y por Iznaga tampoco. Así es la gente que se necesita, la que hace falta, no los estúpidos como yo. Nadie es de esta manera. Incluso en mi casa no son así. Antes fueron como marchitos, pero de repente despertaron, resucitaron. La primera fue mamá, que un día regresó con Isabel, ambas vestidas de milicianas,  y se reían frente al espejo. “Qué nalgatorio tengo”, se quejaba mamá. “Se te marca todo” decía Isabel. “A ver si se atreve a salir a la calle con esa indecencia”, protestó la abuela. Pero mamá se atrevió, y le encantaba hacer guardias. Trabajaba ahora  en el taller de confecciones textiles y regresaba todas las tardes hablando del sindicato, de reuniones, de lo que había que hacer. “Por dios, si uno antes estaba ciego”, decía. “Ni muerta vuelvo yo a servirle de esclava a nadie ni a soportar un atropello”, y besaba la cruz de sus dedos. Un 26 de julio se fue para La Habana, en camión y con unas naranjas y unos emparedados en una bolsa de nailon, y regresó como a los tres días, en camión, con una boina, dos muñecas,y banderitas en la bolsa de nailon. Estuvo haciendo los cuentos una semana. “Un guajiro se trepó en un poste de la luz altísimo, y desde allá arriba saludaba.” Cuando las hermanas trajeron las planillas para irse a alfabetizar, mamá tomó la pluma con mucha disposición, dibujó un elegantísimo círculo en el aire, y estampó la  firma en todo el espacio que le dejaban, mientras me medía a mí con la vista. Qué negros tenía los ojos esa tarde. Era una de esas veces que parece una paloma. Luego las hermanas eran dirigentes estudiantiles en la secundaria, tenían listas de los alumnos que iban a los trabajos productivos, de los profesores que a lo mejor no eran revolucionarios, y recibieron sus primeros novios en la sala de la casa. Abuela comentaba “A mi lo único que no me gusta de este comunismo es que no haya ajos ni cebollas. Sí, ustedes sí, la que cocina soy yo.” Cuando en la limpieza de un domingo las hermanas retiraron de la sala el cuadro de Jesucristo, vino hecha una fiera de la cocina, echando candela por la boca, y lo restituyó a su lugar. “¿Ustedes no tienen a Fidel en aquella pared?, pues yo tengo a Jesucristo en ésta y quiero ver quién es el guapito que me lo quita. ¿O porque estoy vieja no van a respetar lo mío? Jesucristo ha existido siempre, desde que yo era chiquita.” Gastaba lo último de la vista vigilando a la señora de la esquina no fuera a quemar la tienda que le intervinieron, antes de irse para los Estados Unidos. Cuando por fin se fue, pasó un mes protestando porque la casa también la cogieron para oficinas. “Le voy a escribir a Fidel”, amenazaba.
Entonces otros defectos míos son que todo el mundo termina por caerme bien, hasta la gente que debe caerme mal. Ricardo debió caerme mal. Y que soy bobo, no puedo ser malo. Yo voy con una basura y nadie me está mirando, nadie se va a enterar, y no puedo echarla a la calle, tengo que echarla en un cesto aunque camine cinco cuadras para encontrarlo. En un trabajo voluntario hemos adelantado muchísimo y no importa tanto que nos hagamos los bobos para descansar un poquito, y yo no puedo, no puedo dejar de trabajar ese ratico porque la conciencia me dice que yo estoy allí para trabajar. A la vez tampoco puedo continuar trabajando porque la conciencia también me dice que si sigo soy un rompegrupo, un extremista, un cuadrado, y cuando venga el responsable va a decir que todo el mundo estaba haraganeando excepto yo. Y mucho menos puedo pararme y decir: ” Eh, compañeros, ¿qué piensan ustedes? No se puede perder tiempo ¿eh?, tenemos que cumplir la norma. Arriba, arriba.” Una vez la conciencia me hizo el trato de que si yo decía eso en alta voz me dejaba enamorar a Elena. Yo quisiera ser malo, aunque fuera un solo día, un poquito. Engañar a alguien, mentirle a una mujer y hacerla sufrir, robarme alguna cosa de manera que me reproche a mí mismo, que me odie. Siempre estoy de acuerdo con lo que hago, con lo que no estoy de acuerdo es con lo que dejo de hacer. Sé que si hiciera algo por lo que pudiera aborrecerme, estaría más vivo y luego sería mejor. Sería bueno porque yo quiero, no como ahora que lo que soy porque no me queda más remedio. He hecho prácticas para volverme malo. Antes, de pequeño, las hacía. Sabía que lo ideal era cazar lagartijas y cortarles el rabo, desprenderles los brazos, destriparlas. Pero no, porque las lagartijas a mí me caen bien y a todas luces son útiles. Atrapaba moscas y las tiraba a una palangana con agua. Eso hacía. “Ahí, ahóguense.” Me iba a la sala a disfrutar. No podía, pensaba en la agonía de las moscas, las moscas qué culpa tenían, y regresaba a salvarlas. Ahora tengo que buscar algo más fuerte. Tener un amigo y traicionarlo con su novia. Yo tengo que hacer eso.
El asunto es que mamá estaba una noche sacando cuentas en la mesa, muy seria, y yo estaba al otro lado, muy serio, dibujando el mismo barco ese que dibujo siempre, y levantó la vista y me miró para adentro de los ojos, hasta que dijo: “Aquí va hacer falta que tú te beques.” Casi con temor lo dijo, y  yo no respondí nada, ni con los ojos respondí y dejé de dibujar el barco. Se levantó muy cariñosa y se sentó a mi lado, me tomó las manos. “El pre en Sancti Spiritus, con los viajes diarios -comenzó a explicarme-, dinero para el almuerzo y la merienda, todo eso, es un gasto que yo no puedo hacer. Nunca has estado lejos de casa, no te has separado de mí y en la beca tendrás que comerte los chícharos y lo que te pongan delante, pero alégrate, hijo, porque tus hermanas van a dejar los estudios y ponerse a trabajar. Yo sola no puedo y parece que me va a caer artritis temprano. Estudia tú, que eres el varón, y luego ayudas a la familia. Pero tiene que ser becado.” ¿Embullarme a mí con la beca? Si lo que más quería yo en el mundo era irme de la casa y del pueblo para volverme otro en otro lugar y regresar distinto, un día, y que Elena me viera. Entonces, en el barrio mío, todo el que necesita algo le escribe a Celia Sánchez, y mamá y yo hicimos la carta, cuidando de explicar bien cuánto ganaba ella, cómo había sido explotada en el régimen anterior, lo que pagaba de alquiler, que era miliciana, de los CDR, de la Federación, y que la casa se estaba cayendo. La pasamos con la mejor de todas mis letras, sin un borrón, los renglones derechitos, y al final pusimos Comandante en Jefe Ordene, en letras mayúsculas. La echamos al  correo llenos de esperanza porque Celia Sánchez contesta siempre, lo dice todo el mundo. Abuela comentó que a ella Celia Sánchez le cae muy bien y que tiene un pelo muy negro y muy bonito. Es la única persona que puede llamarle la atención a Fidel o recordarle algo  que se le haya olvidado, dicen. Le cae atrás y lo obliga a tomarse las pastillas, pero éstos deben ser cuentos de la gente, porque Fidel qué pastillas va a tener que tomar. Abuela también pregunta qué está haciendo Haydee Santamaría, dónde están Pastorita Núñez y Violeta Casals…
La beca llegó a los pocos días. Yo estaba dibujando el barco y mamá barría la sala. Tenía puesto su vestido de obalitos, que le queda tan entallado y la hace lucir tan joven, porque acababa de regresar del juzgado adonde fue a averiguar si, por la leyes nuevas, el padre de nosotros no tenía la obligación de pasarnos algún dinero hasta que seamos mayores. Recogió el telegrama. Luego de leerlo, se quedó con él en la mano, muda, emocionada, sorprendida no sabía bien por qué, y yo sabía qué telegrama era, pero no se lo preguntaba, hasta que dijo: “La verdad que el único que me ayuda a mí a criar a mis hijos se llama Fidel Castro.” Me besó y me explicó que a todo el mundo le va bien en las becas, engordan, se hacen hombres, y yo me adaptaría como los demás, iba a ver, machito lindo, su único machito, y corrió a darle la noticia a las vecinas que ya comenzaban a asomar intrigadas por la visita y el silbido del repartidor de telegramas. Fui al cuarto y me miré al espejo. Le dije al que estaba reflejado allí: “En la escuela adonde vaya ahora, voy a cambiar. Seré otro, distinto, que me gustará. Vas a ver. Dejaré tu timidez estúpida, no me podrás gobernar. Voy a conversar con todos, a caerles bien a los demás. No cruzaré inadvertido por los grupos, alguien me llamará. Y tendré novias, sabré bailar, ir a fiestas, seré como todos. Me van a querer, y no podrás hacer nada contra mí. Te jodí. Seré otro, en otro lugar.”
Salí rumbo a la beca una madrugada. De pronto sonó el despertador y mamá se tiró de la cama. “Niño, niño, levántate que se hace tarde y se te va la guagua.” Se levantaron también abuela y las hermanas, todas nerviosas. “Revisa otra vez la maleta – insistía mamá- ¿Está todo? ¿La cartera? ¿Los diez pesos? ¿Y el telegrama, que lo tienes que presentar?” “¿Y la medallita de la Caridad no la lleva?” preguntó la abuela. “Abuela, ¿cómo va a llevar una medalla para la beca?”, protestaron las hermanas. “Que no la lleve, que no la lleve. ¿A ver qué trabajo le cuesta llevarla y tenerla escondida en el fondo de la maleta?” Salimos, despertando a los vecinos: “Romualdo, Micaela, Manuel, Sofía, el niño se va para la beca.” “Que Dios lo bendiga, hijo.” “Pórtese bien” “Espere, coja un peso para el camino.” “Rajado aquí no lo quiero ¿eh?” Todavía junto al ómnibus mamá me encargaba: “Cuide bien la maleta. Usted haga lo que le manden, nunca diga que no, pórtese como es debido, llévese bien con sus compañeros pero si ellos hacen maldades, usted apártese. Cuide lo suyo y no preste nada ni pida prestado. Sobre todo, ropa prestada no te pongas, que luego la manchas o cualquier cosa y tú tiene todo lo de la libreta cogido, y con qué lo voy a pagar yo. Si vas a pasar una calle, te fijas bien que no vengan carros de un lado ni del otro, mira que en La Habana no es como aquí, allá los carros son fúuu, fúuuu.” Y abuela dijo: “Cuando esté tronando no cojas tijeras en las manos ni te mires en los espejos.” Y las hermanas: “A ver si ahora te ganas el carnet de militante, si dejas esa pasividad tuya y coges el carnet, que en lo demás tú no tienes problemas. Quítate la maña de estar diciendo dios mío cada tres minutos. Te despiertas y si tienes que decir malas palabras, dilas.” “No señor -intervino la abuela-, malas palabras que no diga. De eso no hay ninguna necesidad. Y que sí crea en Dios.” A todo dije que sí y por fin arrancaron las guaguas de Becas, viejas, lentas y grises. Me tocó una de esas con trompas de camión, que le dicen dientusas. Ellas fueron quedando atrás, paradas en el mismo borde de la acera, diciendo adiós y adiós, mamá diciendo más adiós que ninguna, mientras amanecía, y cuando ya se perdieron, y se perdió el pueblo, me dejé caer en el asiento y me dije: “Por fin me voy de este pueblo, de este pueblo maldito que tiene la culpa de que yo sea como soy. Por fin comenzaré a ser distinto en otro lugar. A lo mejor me pongo tan dichoso que llego y lo primero que hago es conocer a Consuelito Vidal o Margarita Balboa. Puede que un director de cine ande buscando un actor que tenga que ser exactamente como yo soy, y me encuentra y haga una película conmigo. La ven en el cine de aquí, la ve Elena, y la gente dice, orgullosa, que ése soy yo, Pedrito, uno de este pueblo.” Tomé el menudo del bolsillo y por última vez se lo prometí, me lo prometí, le pregunté si en la beca me iría bien, sí o no. De cinco veces que le pregunté, el menudo dijo tres que sí.

Cuento 2

Solo vine a hablar por teléfono

Gabriel García Márquez

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.

-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y solo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.

-¿Dónde estamos? -le preguntó María.

-Hemos llegado -contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.

-¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.

-Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.

Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. “En el camino se secan”, le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó “Buena suerte”. El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: “¡Alto he dicho!”. María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:

-Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.

María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.

-Es que yo solo vine a hablar por teléfono -le dijo María.

Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

-Es que yo solo vine a hablar por teléfono -dijo María.

-De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.

-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que solo vine a hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.

Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.

-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.

El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. “Todavía no, reina”, le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. “Todo se hará a su tiempo”. Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

-Confía en mi -le dijo.

Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.

Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.

Solo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona solo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. “Hay amores cortos y hay amores largos”, le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: “Este fue corto”. Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.

María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. “¿Y ahora hasta cuando?”, le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: “El amor es eterno mientras dura”. Dos años después, seguía siendo eterno.

María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. “No sé nada”, dijo Saturno. “Búsquenla en Zaragoza”. Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.

El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde solo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó una andaluza que solo iba a hacer la limpieza. “El señorito se ha ido”, le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.

-Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.

-Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

-¿Pero quién coño habla ahí?

Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Solo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.

A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.

La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:

-¿Dónde estamos?

La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:

-En los profundos infiernos.

-Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y solo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. “Tendrás todo”, le decía, trémula. “Serás la reina”. Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

-Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:

-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos

-¡Maricón! -dijo María.

Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

-¿Bueno?

Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.

-Conejo, vida mía -suspiró.

Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:

-¡Puta! Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.

-Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.

-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.

El director asintió complacido. “No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo”, dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

-Lo único cierto es la gravedad de su estado.

Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.

-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.

El medico hizo un ademán de sabio. “Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan”, dijo. “Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura”. Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.

-Sígale la corriente -dijo.

-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.

La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.

-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.

-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.

-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. “En síntesis”, concluyó, “aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo”. María entendió la verdad.

-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!

-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.

-¡Pero si ya te dije que solo vine a hablar por teléfono! -dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

-¡Váyase!

Saturno huyo despavorido.

Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no solo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.

-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que solo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer

Cuento 3
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